Fue un segundo domingo de octubre, el primero tras el cuatro y, casualidades del calendario, fue día 8 ¿os suena? 4, 8 y de nuevo, 8.

En la subida de la Virgen de la Sierra todo está envuelto en ese halo de despedida, de melancolia, de vacío incluso de cierto desconcierto. El sol sale con un dorado cobrizo, tímido, cuasi melancólico para besarle la cara y tras la dureza del camino, los cordeles y los caballos todo es silencio, silencio y quietud, un silencio cuasi misterioso, un silencio triste. Cuando uno se queda en medio de la cuesta de las promesas y emprende la vuelta hasta Cabra nota ese silencio melancólico, una brisa fresca que acaricia el sudor y el sol se apresta en bañar la cumbre allá, en lontananza, la casita blanca es la única que refulge con alegría y el pueblo es cuasi una ciudad sin vida porque la Madre marchó, esto, es lo que tienen las despedidas importantes en dos pueblos de la subbética, uno por junio y otro por octubre. El tiempo se para, las calles parecen dejar de respirar y el sol baña triste su calor y su color tras las andas de las dos patronas, una por junio y otra por octubre. El que no vive en Cabra o no vive en Lucena no sabe de lo que estoy hablando, los que tenemos la suerte de vivir en estas dos ciudades lo sabemos muy bien por junio y por octubre.

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